jueves, 5 de marzo de 2009

Las cartas de Roth

A partir de mañana ya podemos disponer en las librerías de las Cartas (1911-1939) de Joseph Roth, publicadas por El Acantilado. La edición que se publica -traducida por Eduardo Gil Bera- es la que hizo el alemán Hermann Kesten, muy conocido en España por su novela Yo, la muerte, centrada en la vida de Felipe II. Teniendo en cuenta que Roth nunca llegó a escribir unas memorias, estas cartas nos van a yudar a comprender cabalmente la intensa vida de uno de los grandes escritores del siglo veinte. Es de esperar que el grueso de cartas publicadas sean las dirigidas a Stefan Zweig, con quien tuvo tantas complicidades literarias y psicológicas.
Yo no me canso nunca de recomendar La leyenda del santo bebedor, deliciosa novelita que en la edición de Anagrama viene precedida de un prólogo de Carlos Barral (un bebedor menos santo) que no tiene desperdicio. Pero si tuviera que elegir una novela de Roth que fuese paradigmática, tendría que hablar de La marcha Radetzky, donde mejor se ha descrito la decadencia del imperio de los Habsburgo.
Hay en esta novela un pasaje magistral que ilustra a la perfección cómo empieza la caída, en qué momento se da el principio del fin. Está en el décimo capítulo. En él se describe cómo el señor de Trotta, funcionario del monarca, recibía cada semana las cartas con los informes que le enviaba su hijo, oficial del ejército austrohúngaro. El viejo Jacques, su criado, era el encargado de entregarle el correo diario. Pero un día, a finales de mayo, al sentarse a la mesa para desayunar después de volver de su paseo matinal, el señor de Trotta se da cuenta de que en su mesa faltan las cartas. La reacción del personaje es antológica:

El señor de Trotta se acercó primero a la ventana abierta para convencerse de que el mundo, afuera, seguía existiendo.

¡Sin palabras!

6 comentarios:

Embajador dijo...

He de confesar que "La marcha Radeztky" no me ha gustado mucho. Me permito discrepar contigo (amigablemente) creo que el mejor momento del libro, el corazón de todo el problema es (y perdón por el autobombo) este

Jesús Beades dijo...

Gracias por la recomendación. Hoy escribo en el blog sobre algo que quizá te interese, y de lo que me parece que eres más experto que yo. Un saludo.

Anónimo dijo...

Sí, sin palabras: son las pequeñas rutinas de cada día las que nos dan seguridad ante el caos. Por eso, su alteración, su desaparición, provocan en nosotros una angustia desproporcionada.

Y, si vivimos solos, todo esto ralla con la neurosis.

(¿Llegaron al final las cartas del hijo soldado?)

Tomás Rodríguez Reyes dijo...

La ediciones de El Acantilado son sobresalientes. Gracias por la información. Salud.

Rafael G. Organvídez dijo...

Querido Embajador: Bienvenido.
La novela tiene muy buenos momentos. El que elegiste lo es, sin duda. Sin embargo, lo que más me gusta del capítulo seleccionado por mí es que en él Roth nos muestra el momento en que el jefe de distrito se da cuenta de que ya nada es como era. Un detalle insignificante -la ausencia de la correspondencia recibida periódicamente- le hace dudar por un momento del mundo real.
A los grandes cambios les precede siempre uno pequeño, apenas perceptible. Mi amigo Fernando lo ha visto con acierto (por cierto, las cartas le llegan, sí, traídas por un conserje, pero el señor de Trotta, tras mirar los sobres las devuelve a su jefatura sin leerlas y, por supuesto, sin haber comido nada.

Embajador dijo...

Estimados Fernando y Rafael:

Seguro que estas cuestiones son mucho de gustos personales y en este caso concreto de formas de entender y vivir la vida, y aún de entender como se vivía una vida.

Percibía yo cuando leí el libro (lo terminé hace un par de semanas) una exageración, que a mi me parecía caricatura, de la ordenadísima vida (en el sentido de rutinaria) que llevaban los personajes del libro. Me recordaba a la anécdota esa que cuentan de Kant que cuando pasaba por las calles camino de la Universidad, la gente ponía su reloj en hora.

Y en esta percepción supongo que hay mucho de manera personal de vivir la vida. Simplemente es que soy incapaz de concebir un orden tan fenomenal. La rutina no me da tranquilidad de ningún tipo, más bien al contrario, me sugiere adormecimiento y falta de preparación para los sobresaltos que están a la vuelta de todas las esquinas.

He echado muy en falta en ese libro cualquier referencia espiritual o mínimamente trascendente. Quitando un par de referencias en la persona del Emperador, bien parece que en aquella época la gente no sabía ni que Dios existía. Esto simplemente no me lo creo y es por eso que el libro me ha parecido más bien, como he dicho antes, una caricatura grotescamente exagerada.

Bien puede ser que esa caricatura, esa exageración, se haya hecho con el ánimo de presentar más vívidamente lo que en el fondo latía. Pero entiendo que eso es un recurso demasiado facilón que le resta interés a toda la obra en cuanto a su falta de fidelidad y sobre todo pone en cuestión la capacidad del autor.

Estoy convencido que los desmoronamientos tienen su origen último en la falta de confianza en la Providencia, que bien puede ser causada por la rotura de ciertos patrones o rutinas. Pero estas roturas de patrones o rutinas son nada más que embates que se resisten si hay fondo espiritual.

¿Se daba en el Imperio esa situación de falta de fondo espiritual?. Entiendo que el autor así lo asume porque directamente, en su caricatura, ni lo menciona que es la forma de hacer las caricaturas: destacar lo prominente, ignorar los rasgos menos destacados.

Pero, insisto, me cuesta creerlo. Aunque sea solamente porque de aquella familia imperial salió el Beato Carlos de Habsburgo.