sábado, 28 de febrero de 2009

Miguel Fernández

Hojeando hace dos días la Poesía completa (1958-1980) de Miguel Fernández me encontré doblada entre las páginas del libro una carta manuscrita que el autor me envió seis meses antes de morir en 1993. En ella me daba la gracias por una carta que yo le había escrito animado por el poeta José Lupiáñez, que me dio a conocer su primera obra.
Yo había leído Credo de libertad (1958) y me pareció un libro extraordinario, de un lirismo intenso, limpio y lleno de luz. También religioso, pero quizá sólo en el uso de un léxico que se tomaba de la liturgia, en préstamo, a la manera ornamental como lo habían tomado ya otros poetas de los cincuenta (algunos del grupo Cántico, en especial García Baena). Así, nos encontrábamos con versos como éstos:

No recuerdo qué tiempo
fue aquel, en que los panes,
rubios como una túnica
esperaban tu bendición.
O algún poema titulado Carta a un cura rural que comenzaba del siguiente modo:

"Hoy es un domingo de Pascua de la era de Cristo;
están todos los rayos del sol en la custodia
y las telas más blancas oliendo a un viejo sándalo.
(...)
Este es el mundo luminoso donde todos descansan,
donde los hombres musitan los salmos
con la vieja constancia de sentir algo bello en los labios."
En otros casos, el elemento religioso servía para estructurar el poema, como los Dos salmos de aceptación que cerraban el libro (Salmo de la gota de agua y Salmo del nuevo año). En ambos se cristalizaba todo el credo poético de este libro primerizo y deslumbrante.
Creo recordar que en mi carta le hablaba de la luz que desprendían sus versos, de cómo éstos despertaban nuestros sentidos y de cómo nos hablaban de un sur que yo soñaba.
Aunque en su segundo libro -Sagrada materia (1967)- ya aparecían algunos elementos culturalistas que luego se acentuarían en posteriores entregas y que derivarían hacia un hermetismo neobarroco, la preocupación religiosa y existencial seguían estando presentes de modo menos superficial, más veraz que en el primer caso.
En el primer poema, Miguel nos invitaba a leer su libro como un libro de salmos:
Como el salterio, que los dedos rozan,
o que el plectro golpea y el músico entreabre
(...)...
Como el salterio, abre tu libro, amigo mío,
y ponte a pensar en la humilde historia que te cubre.
El último, titulado significativamente Las bienaventuranzas, era un credo de esperanza en el Amor:
Sal de la tierra, hermanos a quienes asoló la maldición
de unos días terribles en el campo,
no os ahuyentéis hacia el suicidio,
porque un hombre tan sólo,
clavado en el paisaje con sus manos tendidas,
siempre os redimirá con su amor por delante.
Emoción y religión continuaban en su tercer libro, Juicio final (1969), pero ya teñidos de un estilo más retórico y donde asomaban de continuo las evocaciones culturalistas. Con todo, se trataba de un conjunto que aún podía leer con cierto placer, ya que todavía Miguel Fernández no se había metido de lleno en ese callejón sin salida en que se convirtió su propia poesía cuando empezó a indagar en ese verbo barroquizante que, creo, sostenía un discurso que no comunicaba. Sus posteriores entregas (Atentado celeste, 1975; Eros y Anteros, 1976; Las flores de Paracelso, 1979; y Tablas lunares, 1980; etc.) rayaban el límite de lo imposible y convertían su poesía en un juego críptico que no me decían nada.
No creo que Miguel Fernández sea un poeta que se lea mucho ahora. Supongo que no. Más de uno incluso estaría tentado de corregir la "F" inicial y cambiarla por la "H" del otro Miguel creyendo que se trata de una errata. Quién sabe. A un poeta no le salva toda su obra, ni siquiera a los más grandes. Yo a Miguel Fernández le debo unos ratos maravillosos cuando leía deslumbrado su primer libro allá por mil novecientos noventa y dos.

4 comentarios:

Fernando dijo...

No conozco a este autor y, efectivamente, pensé que había una errata, por Miguel Hernández.

Me ha gustado mucho, mucho, la idea de que era un autor elegante, al que daba gusto leer, y que poco a poco se fue volviendo más barroco y acabó en el culturanismo, y ya no te interesaba ni lo disfrutabas. No puedo decir si esto es así o no, en este señor, pero recuerdo que algo así decía Juan Ramón Jiménez de su propia poesía: que era pura y sencilla al inicio, y que luego se fue complicando y estropeando y que hubo de recorrer el camino inverso, hacia una nueva sencillez.

El propio Góngora era insoportable, al menos para alguien de poco conocimiento, como yo.

Mery dijo...

No conocía a este poeta, pero lo poco que has dejado aquí refleja perfectamente lo que ves en sus versos de primeros tiempos: que irradian luz, que son puros.
Su posterior evolución me parece que es una pena y resulta extraño la frecuencia con que se dá en algunos escritores.
Murió demasiado joven como para enmendar el camino que erroneamente había tomado.

Un abrazo

Un abrazo

Rafael G. Organvídez dijo...

Bueno, Mery, no murió tan joven. Había nacido en 1931 y su obra poética sobrepasó la docena de libros. Quiero decir que en su caso la evolución hacia el hermetismo no creo que tuviera camino de vuelta. De hecho, cuando pudo hacerlo -y lo hizo en su cuarta entrega ("Monodia", 1974)- se convirtió en un hecho aislado, ya que en sucesivas entregas tomó la derrota del barroquismo.

Mery dijo...

Pues efectivamente no murió tan jóven. He confundido las fechas y creí que había nacido en 1958.
Gracias por sacarme del error.